¡Qué adolescencia rica fue aquella en el querido Barrio Obrero carlotano! Con mis amigos las siestas eran variadas: cabeceaditas, folklore, murga, ping pong, ajedrez…. y la Mafalda, que irrumpió por aquellos años y nos voló la cabeza, con aquel humor tierno, pero que además nos obligaba a pensar críticamente la realidad.
Porque Quino produjo un quiebre en lo que veníamos consumiendo en humor: de los chistes pícaros y costumbristas de Rico Tipo y Patoruzú, aparecía este mendocino introvertido y nos sacudía las mandíbulas y las neuronas con su inconfundible trazo.
Las tiras con Mafalda y sus amigos (todos teníamos uno de ellos que nos reflejaba: el mío era Felipe) y sus posteriores dibujos a una página para las revistas (que luego se transformarían en decenas de libros, y fueron para mí el punto más alto de su obra) nos hacían reír con ganas, pero también nos exhibía descarnadamente al poderoso, al prepotente, al pacato, a la sumisa que un día se rebelaba y al resto de la fauna humana.
Recibió las máximas distinciones culturales de España y Francia, pero su mayor homenaje fue el cariño incondicional de varias generaciones de niños, adultos, argentinos, cubanos, españoles, chinos, italianos (porque su humor atravesó todas las fronteras) que lo despidieron en los medios y en las redes.
Sin dudas fue el dibujante que más me influenció para abrazar esta profesión, y lo mismo le sucedió a muchos humoristas nacidos desde el ’60 en adelante, porque con él descubrimos que con un lápiz en la mano podíamos hacer reír a la gente, pero además poner un granito de arena para construir una sociedad menos injusta y desigual.
Vuele alto, Maestro, que para usted es sencillo.
Jericles