Un derecho es una garantía a nuestro favor. Es un reconocimiento que debería protegernos. El acceso público a la información es un derecho humano, es decir, es una de esas normas que reconocen y protegen la dignidad de todas las personas. Se trata del sentido colectivo y transversal, que nos atraviesa, nos hace parte y nos iguala.
La información tiene un valor propio en la construcción de valores, de un pensamiento crítico y de un abordaje de la realidad con mayores y mejores herramientas. Además, sirve como presupuesto del ejercicio de otros derechos: por ejemplo en el control de los poderes públicos.
En la Argentina donde confluyen medios públicos y privados que no comparten los mismos objetivos e intereses. Tenemos una Universidad que cuenta con una señal de televisión, redes sociales y una imprenta que genera diversas publicaciones. Es una estructura que favorece la multiplicidad de voces sobre temas que quizás tendrían escaso o nulo espacio en los medios privados. Hay temas, voces y abordajes que necesitan de la voz pública, que son imprescindibles a través de los medios públicos.
A nivel nacional, hay radios públicas y señales de televisión estatales. Hasta hace poco contábamos con una agencia de noticias que publicaba algunas de las mejores crónicas que hemos leído y es dueña de un archivo fotográfico único, como consecuencia de la tarea de calidad de sus trabajadores. Fue la base informativa de noticieros, diarios, programas y sitios web. Y digo “fue” porque el pasado 4 de marzo, el Gobierno nacional decidió iniciar el cierre de la agencia, en el marco de lo que parece ser un plan de desmantelamiento, desguace y hasta la desaparición de la estructura de medios públicos del país. El fundamento es de mercado, la imposición de lo rentable y de la información como bien de cambio, como si fuera una mercadería de la góndola de un almacén. A Télam la cuestionaron, sobre todo, desde la idea de un presunto déficit, bajo la presunción de que el Estado “no invierte” sino que “gasta”. El cierre de la agencia, y el vaciamiento de la televisión pública y radio nacional, son parte de esa quita de derechos a la información.
Ahora bien, si la lógica es repensar el Derecho a la Información en un sentido de negocio rentable, allí aparece el modelo de medios de comunicación, reconvertido en unidades comerciales o de negocios, que comenzaron a gestarse desde esa lógica en los años 90. Insisto ya no hablamos de medios de comunicación sino de grupos económicos que sustituyen el principio de la información como derecho, servicio y bien social capaz de interpelar a los poderes de turno, para reconvertirlos en unidades de venta. Y esto no solo radicó en el concepto del show, el morbo o la espectacularización; es también un factor de complicidad con ese poder al que debían interpelar. Se desarrolla una sobreinformación que no busca crear un receptor formado y ni siquiera se propone entretener. Es la reducción a un esquema de producción dispuesto complacer a quién financia el negocio.
Los medios no son la realidad, sino una construcción de esa realidad. Aquí es donde aquellas presunciones sacralizadas se desmoronan: la objetividad y la independencia. Ambos conceptos presuponen metas u objetivos que se contradicen en el propio funcionamiento práctico del ejercicio periodístico. Los periodistas son sujetos sociales, inmersos en un pensamiento histórico, con una formación ideológica, que tienen una búsqueda al momento de informar: eligen a quien entrevistar y deciden sobre lo que van a contar del hecho. La mayor cantidad de fuentes consultadas y el más profundo chequeo de los datos nos acercarán a una más amplia construcción y, en todo caso, a una mayor objetividad, que nunca será plena. En el caso de la independencia empiezan a jugar otros factores. El periodista no debe ser la representación del medio de comunicación. No es lo mismo el trabajador que el gerente o director de una empresa periodística. No deben responder a un mismo interés, más allá de la línea editorial del medio. Pero, esa independencia en el modelo periodístico que convierte a la información en mercancía solo parece priorizar al financista de turno.
Alguna vez un gerente me preguntó quienes eran los clientes de ese medio. Y yo empecé a citar a un grupo de empresas que aparecían en las tandas y él me corrigió. Me dijo que los clientes eran los receptores de ese mensaje que generábamos a diario. Es decir, a mayor cantidad de televidentes, oyentes, usuarios o lectores se supone que habrá más cantidad de anunciantes. Esa idea de informar no por principios éticos, de servicio o valor periodístico, sino para llegar a una mayor cantidad de gente desde el entretenimiento, fue una referencia que se avejentó demasiado rápido. El objetivo cambió radicalmente en los últimos años. Los dueños de los medios decidieron saltear al receptor, lector, televidente y oyente, para recaer directamente en el auspiciante o financista, sean privados o quienes gobiernan desde el Estado.
Esto vino acompañado por tres factores que condicionan la viabilidad del modelo. Uno es el cambio del vínculo de las audiencias con las tecnologías y el tiempo que pasamos con un celular y cómo la información que producen los medios tradicionales nos llega a través de otros caminos, fundamentalmente las redes sociales, en lugar de pasar horas leyendo el diario, escuchando un programa de radio o mirando televisión. El otro factor es la pérdida de la sacralización del mensaje periodístico o mediático. Dicho en otros términos, pocos creen que las manifestaciones de un periodista sean palabra santa. La mercantilización del mensaje devino en la pérdida de credibilidad. Y hay un tercer factor, que está relacionado con la dinámica de las redes, algoritmos y estratégicas de influencia virtual, que nos vinculan en un entorno que nos empatiza. Es decir, recibimos información a través de las redes que en lugar de interpelarnos refuerza nuestros valores, prejuicios o emociones. Y cuando aparece el germen de la duda, queda el espacio para la manipulación, como sucedió con el caso de Cambridge Analytics en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos que le dieron la victoria a Donald Trump. Las redes son un entorno que nos ofrecen como democrático e infinito, aunque en realidad, nos encierra en nosotros mismos.
Este modelo de negocios comunicacional se impuso desde la degradación de la tarea periodística, que es anterior a la debacle de sus salarios. Hoy el básico de un periodista en Río Cuarto es de 209 mil pesos. Con algunos ítems, como locución, antigüedad (los medios que la pagan) y título, en el mejor de los casos puede ganar un periodista en Río Cuarto entre 400 o 450 mil pesos. Y esto, si está en blanco. Los principales medios redujeron el número de periodistas en su planta y muchos otros, no proponen la incorporación de personal sino la venta de espacios. Voy a poner un ejemplo, cada año la Cátedra Radiofónica que integro, realiza con sus alumnos y alumnas un relevamiento sobre el número de emisoras que se escuchan en Río Cuarto. ¿Saben cuántas hay? Más de 50. Sin embargo, cuando comparamos el número de afiliados al Cispren en los últimos 10 años, advertimos que bajaron considerablemente. Hoy, el sindicato cuenta con 130 afiliados, de los cuáles 70 son autogestionados. Esto no es consecuencia de un mal momento económico de los medios o grupo de negocios, sino del disvalor a la tarea profesional periodística. A quienes deciden desde el negocio no les importa el resultado de lo que hacemos. No están preocupados en un informe, una historia de vida reveladora, la cobertura de los hechos. No es la única razón pero, ese deterioro en la tarea profesional devino en salarios de pobreza, o de indigencia.
Como contraposición a esta realidad dolorosa en estos grupos económicas, se planteó la compra de espacios y la reconversión de periodistas en gestores de sus propios programas y producciones. Y los expuso a la necesidad de salir a vender publicidad para subsistir.
Sin periodismo no hay información de calidad, no hay historias, no hay crónicas, no hay fotografías de hechos y sucesos. La falacia del periodismo ciudadano es un atajo de precarización. No es periodista quien simplemente saca una foto y la envía a un medio de comunicación o la sube como posteo de una red social. El periodismo ciudadano no existe.
Si el sistema está en crisis y el trabajo formal y bien pago no es una respuesta en los medios tradicionales, el desafío es cómo construir algo alternativo. La sociedad necesita periodismo de calidad. Acceder a información confiable, precisa, chequeada. Historias bien contadas, informes profundos, información que el poder busca ocultar. Cómo hacerlo sustentable nos exige un debate para superar este modelo anacrónico, precarizador y agotado. El desafío está en manos de ustedes, quienes estudian periodismo. Con los instrumentos que deseen. Pude encontrar datos interesantes en Twitter, vi fotografías periodísticas muy valiosas en Instagram, he leído crónicas que me atraparon en Facebook. Hay mucho periodismo disperso en Internet, ese lugar donde confluyen oportunidades de buen periodismo con fake news e información basura. Hay, también una resistencia decorosa e indispensable en diarios, noticieros y programa de radio. En esos bastiones emerge la defensa al Derecho a la Información. El periodismo es un instrumento y una garantía a ese derecho. Estamos ante el peor momento posible, nos precarizan, cobramos malos salarios, nos impiden desarrollarnos como queremos. Este contexto es también un desafío para activarnos, para rebelarnos y crear, desde la innovación, desde lugares diferentes a los que hoy nos indignan. Saber que, a pesar de todo, ser periodista es el mejor oficio del mundo.
*Pablo Callejón es Licenciado en Ciencias de la Comunicación. Periodista en Telediario Primera Edición (Canal 13) y Poster Central. Docente en Departamento de Ciencias de la Comunicación (UNRC).
** Texto leído en el marco de las jornadas Soberanía comunicacional y derecho a la información.