Cualquier sistema de defensa supone la intención de un otro que ataca. Bajo esta perspectiva surgen las hipótesis de conflicto. Por eso cuando los Estados sudamericanos -con el auge del No al ALCA en 2005- plantearon un esquema de defensa regional, suponían un «enemigo» que vendría por los recursos naturales estratégicos. Y casi no hubo error en el diagnóstico a la hora de identificar la intencionalidad del otro, porque es lo que está sucediendo hoy. Las debilidades estuvieron en no haber construido estrategias perdurables que permitan que no se disuelvan los esquemas básicos de integración en la región. La mera formalidad institucional se fue desgranando, al tiempo que el enfrentamiento en el mundo se consolidó. Quien impone el escenario, es quien obliga a los demas a defenderse. Estados Unidos nos hizo defender del ALCA, pero antes había incursionado en Irák y Afganistán, como hace poco, lo hizo en Siria. Ahora se enfrenta a otros que también construyen el propio escenario.
En nuestra región, otra vez, nos estamos defendiendo. No ya como sistema institucional, sino como pueblo: para que no se profundice el ajuste del Fondo Monetario Internacional, para que no instalen las bases militares, para que no usen las fuerzas armadas en contra del propio pueblo (el «enemigo interno»).
Algo aprendimos: que no es posible defenderse de nada sin dar pelea, que la formalidad jurídica -al decir del Martín Fierro- es como el cuchillo «no ofende a quien lo maneja». Pero fundamentalmente aprendimos que no hay salvación posible si no comprendemos que ser un país ya es una debilidad. Como dice el escritor argentino Ramos: «fuimos argentinos porque fracasamos en ser americanos».