La intelectualidad oficial, los dirigentes del sistema de partidos políticos – electorales y los que ocupan sillas de dirección en instituciones gremiales, empresariales o educativas, opinan distinto sobre la coyuntura del país pero sobre la misma definición de realidad. A favor y en contra, están de acuerdo en un plano: los mercados no se calman por el convulsionado tejido social que protesta, que no da gobernabilidad y que opaca la estabilidad que requieren los llamados inversores.
Una vez de un lado del mostrador, otra vez del otro, oficialismo y oposición solo se intercambian ese rol. Y se señalan, cada uno a su tiempo, las impericias ajenas y las incapacidades técnicas para concretar lo que ambos dicen que quieren hacer: atraer inversiones para ser un país tan normal como el resto del mundo.
He aquí lo medular que hace que ni los unos ni los otros pudieran ni puedan resolver: no es la inestabilidad social la que intranquiliza los mercados sino la inestabilidad de los mercados la que convulsiona la vida de las poblaciones.
La lucha de capitales de cada rincón del mundo es lo que no se detiene ni se detendrá, gobierne quien gobierne.
Si no se afronta esa irremediable condición estructural de la sociedad, la voracidad de los imperios económicos convertirá en guerra la vida social. Los movientos sociales y la clase trabajadora no puede soslayar esta condición estructural que la somete a eventuales ciclos de vacas gordas y de vacas flacas.
Antes de la opción por gobiernos, hay que construir escenarios de poder q los hagan viables. O se engorda la fila de la protesta para entrar a la misma calesita o se toma la decisión de cambiar de juego. Esa es hoy una posición concreta posible porque arriba ya nadie puede garantizar nada a los de abajo.