La problemática de la concentración –para unos- y despojo –para otros- de la tierra y la vivienda en la ciudad es uno de los tantos emergentes de la crisis que vivimos los trabajadores.
Con cada nueva publicación de datos de pobreza y desocupación –como los dados a conocer esta semana-, la agenda pública se carga de grandes titulares que remarcan la cantidad de personas que viven –vivimos- bajo la línea de la pobreza o que han perforado el peligroso límite de la indigencia.
Lo que suele soslayarse son las historias cotidianas de aquellos que hace años buscan un empleo genuino para llevar pan y tranquilidad a sus hogares, quiénes generación tras generación no saben lo que es un recibo de sueldo. Pero, cuando se muestra, suele tenderse a ponderar un manto de “sensiblería” , que suele impregnar de piedad los rostros de la pobreza, y romantizar las situaciones de exclusión, convirtiéndolas muchas veces en “objeto de estudio”, “en receptores de caridad” o en “una buena nota de color”.
Ni hecho policial, ni romantización de la pobreza, ni índice, ni objeto de estudio, ni un solo paisaje descriptivo de la ciencia social: problema estructural, que es problema en tanto asumamos el deber de transformarlo con todas nuestras fuerzas. Porque si es problema, hay tarea.
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Sin tierra, ni viviendas ni posibilidades