Antes que el país fuera como hoy lo conocemos y tuviera la bandera celeste y blanca; deuda, exportaciones y derechos aduaneros en torno al puerto, eran el botín que se disputaban distintas fracciones para así sobrellevar sus procesos de acumulación e imponerse al resto. Peleas concretas que fueron, a lo largo de la historia, las peleas de las clases y fracciones en todos sus espectros.
No para afirmar que nada ha cambiado, pero sí para prestar atención que la deuda y las exportaciones siguen siendo los puntos neurálgicos de la economía que podemos delimitar en esta geografía. Porque a decir verdad, lo nuevo de esta etapa es que las transacciones intra-firma, movimiento del capital (dinero) dentro de su propia lógica trasnacional, ha puesto en jaque aquello que solíamos añorar como nuestra soberanía.
La agigantada deuda que atraviesan Estados, empresas y trabajadores de a pie, pone lo «nuestro» en un relativa añoranza más con el recuerdo que con lo concreto. Casi que la mayoría trabaja para pagar cuotas e intereses, y cada vez con menos margen de maniobra, aunque con un iluso beneficio de consumir servicios, también trasnacionalizados.
Bajo esta encrucijada están todos los gobiernos que asumen y la propia sociedad: nosotros. Y no hay tolerancia en el sistema que nos haga respirar, más que de a migajas. Bajo esa atadura de los acreedores se encuentran nuestros sueños y esperanzas. Cuando se rebasa el umbral de tolerancia, no hay otra que pelear.