La oscuridad del domingo 16 de junio, que duró largas horas, alumbró a la vez una realidad que lleva décadas: el sistema eléctrico, vertebral para la vida de todos, tiene dueños concretos desde la producción misma hasta la llegada al hogar. Dueños que lucran con la condición de esa necesidad básica y suben las tarifas a su antojo exprimiendo aun más los salarios de las familias.
Fue en democracia cuando se terminó de desguazar el sistema público que había comenzado a construirse en los años ’50 con las primeras centrales hidroeléctricas. En la década de 1990, aparecieron -o se fortalecieron- empresarios «nacionales» ya fusionados al capital financiero desde los ’70.
¿Pero que hay de nuevo en esta historia? Una nueva fase de acumulación del capital se fue metiendo en los directorios de las empresas que controlan hoy las usinas de generación y también las redes de transporte y distribución.
Son los que invirtieron en Lebac y acumularon al calor de la bicicleta financiera de estos últimos años y no lo hicieron en la infraestructura básica de este servicio. ¿Podríamos esperar otra cosa?
Decir que el 76,3 % de la generación eléctrica está en manos privadas no es una «descripción crítica» de la gestión del sistema, sino la muestra más sencilla del problema estructural.
No somos, así, un país cuya soberanía esta ahora en peligro: estamos como estamos porque ya hemos dejado de ser soberanos. Ese es el problema que el pueblo tiene que poner en foco. Si hay algo por recuperar, es la soberanía popular, primero, para que sea realmente factible desplegar y realizar nuestro modelo de desarrollo nacional, con industria, producción, trabajo e inclusión social.
Para ello, hay que dejar de mirar las luces de época y poner nuestra energía en su lugar.
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