Quizás acostumbrados como sociedad, naturalizamos la noble tarea del educador como “ser ejemplar” sin reparar autocrítica. Somos demandados, declamados como bastión del progreso y emblema de los discursos políticos, pero no tan reconocidos y muchas veces bastardeados cuando de ejercicio y defensa de derechos se trata; pareciera que solo una vez al año, el 11 de septiembre, demos cuenta de esa honorable labor. Tal vez desidia, mediocridad o intencionalidades políticas sean razones que alimentan y cimientan esa contradicción, pero que al fin y al cabo socavan el valor y el sentido de la educación.
Como refiere Fernando Savater, es la educación la única posibilidad que posee el hombre de cambiar su destino, por eso es “la antifatalidad”. Aquí para preguntarnos, ¿qué es lo que impide un destino diferente? ¿Será que nos gana el conformismo y la resignación? ¿será que los contextos y los intereses determinan finalmente el valor del ser docente?
Hoy la escuela sin perder los valores fundantes de la lectura y la escritura como eje del desarrollo de ese ser social, cultural y humano sigue siendo, el lugar de las posibilidades y de los sueños de esa sociedad que queremos. Ayer en contextos de permanencias, certezas y fuerte institucionalidad, hoy en contextos de disolución, incertidumbre y construcción constante. Sí, urge comprender los contextos y sujetos pedagógicos para repensar miradas y prácticas preconcebidas, y saber que no es retroceder, sino habilitar oportunidades de encuentros y de fecundos aprendizajes.
Ser agente de inspiración
para que el otro se transforme exige un compromiso integral
con la vida misma.
Porque como dice Paulo Freire, “educar es un acto de amor y de coraje”, es decir hay que vérselas con ese otro distinto y libre que se transforma y me transforma. Es en el proceso de enseñar y aprender que se juega ese humano riesgo de perderse uno mismo para encontrarse con ese otro, que también se expresa en su diversidad única e irrepetible. Otro con su historia, experiencia vivida e impronta genética, que hoy también me interpela con su deseo y pensamiento desde los nuevos contextos.
Coraje que no termina estrictamente en el aula, salta esos márgenes y la escuela, transcurre en lo cotidiano, en lo social, se hace militante, porque como “animal político” y sujetos de derechos y de obligaciones la realidad nos toca y nos compromete, en lo personal y comunitario.
«El maestro, es necesariamente, militante político. Su tarea no se agota en la enseñanza de las matemáticas o la geografía. Su tarea exige un compromiso y una actitud en contra de las injusticias sociales”, definió Freire.
Ser agente de inspiración para que el otro se transforme exige no solo vocación, saberes, técnicas, formas y contenidos, exige un compromiso integral con la vida misma.